Luego de presentar sus parábolas, el Señor Jesús “se fue de allí. Y venido a su tierra, les enseñaba en la sinagoga de ellos, de tal manera que se maravillaban, y decían: ¿De dónde tiene éste esta sabiduría y estos milagros? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos, Jacobo, José, Simón y Judas? ¿No están todas sus hermanas con nosotros? ¿De dónde tiene éste todas estas cosas? Y se escandalizaban de él. Pero Jesús les dijo: No hay profeta sin honra, sino en su propia tierra y en su casa. Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la incredulidad de ellos” (Mt 13:53-58).
Aquí tenemos un cuadro detallado de la familia de Jesús. Era hijo de José, el carpintero, y Marcos 6:3 dice que Jesús, como el primogénito de la familia, siguió la profesión de su padre, pues es llamado también “el carpintero”. Dice que vino a “su” tierra, es decir, donde vivió gran parte de su vida. Al predicar en la sinagoga, los aldeanos no podían creer que era el mismo que había sido carpintero entre ellos. Venía de una familia modesta, sin gran educación o prestigio, y ahora se proclamaba como el Mesías. Por la familiaridad, era demasiado para creer a pesar de los milagros que habían presenciado.
Ellos nombran a la familia entera de Jesús con sus cuatro hermanos y por lo menos dos hermanas. Robertson comenta: “Los aldeanos se preguntaban de este hijo de José, que más tarde tomó su puesto. Ellos conocían a José, a María, a los hermanos (de los que se nombran cuatro) y a las hermanas (sus nombres no se dan). Jesús pasaba por hijo de José, y los demás eran hermanos y hermanas menores (medio hermanos y hermanas, técnicamente hablando). Era insoportable que no fuera vulgar como ellos, y el proverbio que Jesús pronuncia de que no hay honra en su propia tierra es usado por escritores judíos, griegos y romanos”.
“En aquel tiempo Herodes el tetrarca [que gobernaba la región de Nazaret] oyó la fama de Jesús, y dijo a sus criados: Este es Juan el Bautista; ha resucitado de los muertos, y por eso actúan en él estos poderes. Porque Herodes había prendido a Juan, y le había encadenado y metido en la cárcel, por causa de Herodías, mujer de Felipe su hermano. Y Herodes quería matarle, pero temía al pueblo; porque tenían a Juan por profeta. Pero cuando se celebraba el cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó en medio, y agradó a Herodes, por lo cual éste le prometió con juramento darle todo lo que pidiese. Ella, instruida primero por su madre, dijo: Dame aquí en un plato la cabeza de Juan el Bautista. Entonces el rey se entristeció; pero a causa del juramento, y de los que estaban con él a la mesa, mandó que se la diesen, y ordenó decapitar a Juan en la cárcel. Y fue traída su cabeza en un plato, y dada a la muchacha; y ella la presentó a su madre. Entonces llegaron sus discípulos, y tomaron el cuerpo y lo enterraron; y fueron y dieron las nuevas a Jesús” (Mt 14:1-12).
A Herodes le saldría muy caro este asesinato, pues después de esto, todo le resultó muy mal—perdió su reino, y terminó en un humillante exilio hasta que murió, empobrecido y difamado, lejos de su tierra.
Herodes Antipas, luego de la muerte de su padre, Herodes el Grande, recibió una cuarta parte del reino de Israel. Estaba casado con la hija del rey de los nabateos, que vivía al sur de Israel. Pero al visitar a su hermanastro, Felipe, en Roma, se enamoró de su esposa y sobrina, Herodías, y la sedujo. La trajo a su tierra, y se divorció de su esposa nabatea. Desde luego que esto acarreó problemas, pues el rey nabateo le hizo la guerra y lo derrotó. Herodes recurrió a los romanos para salvarse. Josefo comenta: “Algunos judíos creyeron que la derrota del ejército de Herodes Antipas se debió a que Dios lo castigó por haber dado muerte a Juan, llamado el Bautista” (Antigüedades de los Judíos, 18:5:2).
Luego, le llegaron más humillaciones a este gobernante orgulloso. Cuando murió Herodes Felipe, su hermanastro, el emperador Calígula le dio la provincia de Traconia e Iturea a Herodes Agripa, el rival de Herodes Antipas, y lo nombró rey de esa región. Herodías se llenó de envidia, pues quería que su esposo fuese también nombrado rey para que ella pudiera llamarse “reina”. Josefo menciona: “Herodías no pudo ocultar lo miserable que se sentía por la envidia que le tenía a su hermano Herodes Agripa”. Ella incitó a su esposo a viajar a Roma para ser nombrado por Calígula como rey. Al principio Herodes rehusó, al ser perezoso por naturaleza y temeroso de las consecuencias, pero ella prevaleció.
Al enterarse de estos planes, Herodes Agripa lo acusó de planear una rebelión contra Roma, y como Calígula era buen amigo de él, le creyó, y le quitó la provincia y todas las riquezas a Herodes Antipas. Luego lo envió al exilio en Galia (Francia) hasta su muerte. Herodías, al darse cuenta de todo el daño que había producido su envidia, aceptó irse al exilio con su esposo humillado, y allí terminaron sus últimos días. Es otro ejemplo de lo que la cobardía y la envidia engendran.
Cuando Jesús oyó de la muerte de Juan, “se apartó de allí en una barca a un lugar desierto y apartado; y cuando la gente lo oyó, le siguió a pie desde las ciudades. Y saliendo Jesús, vio una gran multitud y tuvo compasión de ellos, y sanó a los que de ellos estaban enfermos. Cuando anochecía, se acercaron a él sus discípulos, diciendo: El lugar es desierto, y la hora ya pasada; despide a la multitud, para que vayan por las aldeas y compren de comer. Jesús les dijo: No tienen necesidad de irse; dadles vosotros de comer. Y ellos dijeron: No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces. Él les dijo: Traédmelos acá. Entonces mandó a la gente recostarse sobre la hierba; y tomando los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, bendijo, y partió y dio los panes a los discípulos, y los discípulos a la multitud. Y comieron todos, y se saciaron; y recogieron lo que sobró de los pedazos, doce cestas llenas. Y los que comieron fueron como cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños” (Mt 14:13-21).
Al escuchar las noticias de la muerte de Juan, Jesús, entristecido, quiso apartarse y orar a Dios. Estaba ahora más solo que nunca. Pero, al ir al otro lado del lago, las multitudes lo siguieron a pie hasta que llegó al otro lado. A pesar de su tristeza y cansancio, tuvo “compasión” de ellos, (de la palabra esplajna o “entrañas”, porque se conmueven al sentir una fuerte emoción). Marcos añade que “se recostaron por grupos, de ciento en ciento, y de cincuenta en cincuenta” (Mr 6:40) y así fueron más fáciles de contar. Hubo probablemente entre 10.000 y 15.000 personas que fueron alimentadas en forma milagrosa, al tomar en cuenta a las mujeres y los niños. Josefo menciona que Galilea era una de las áreas más pobladas de Israel y que había 204 pueblos y aldeas que tenían por lo menos 15.000 personas. Por eso Jesús quiso ir al otro lado del lago, que era poco poblado. Respecto a lo que sobró, Robertson añade: “En el griego, no se refiere aquí a los restos, sino a que sobraron doce cestas de comida. Cada uno de los doce discípulos se encontraron con una de ellas llenas”. Juan añade: “Pero entendiendo Jesús que iban a venir para apoderarse de él y hacerle rey, volvió a retirarse al monte solo” (Jn 6:15). No era el momento para ser rey.
Luego de alimentar a esa inmensa multitud, “En seguida Jesús hizo a sus discípulos entrar en la barca e ir delante de él a la otra ribera, entre tanto que él despedía a la multitud. Despedida la multitud, subió al monte a orar aparte; y cuando llegó la noche, estaba allí solo. Y ya la barca estaba en medio del mar, azotada por las olas; porque el viento era contrario. Mas a la cuarta vigilia de la noche, Jesús vino a ellos andando sobre el mar” (Mr 6:45-48).
Era cerca de la Pascua (Jn 6:4) y debía estar la luna casi llena. Jesús, desde el monte, luego de orar unas horas, pudo ver abajo la barca en el lago y que sus discípulos estaban en problemas. Obró un milagro, no para impresionarlos, sino para salvarlos, al llegar rápidamente a ellos caminando sobre el mar.
“Y los discípulos, viéndole andar sobre el mar, se turbaron, diciendo: ¡Un fantasma! Y dieron voces de miedo. Pero enseguida Jesús les habló, diciendo: ¡Tened ánimo; yo soy, no temáis! Entonces le respondió Pedro, y dijo: Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas. Y él dijo: Ven. Y descendiendo Pedro de la barca, andaba sobre las aguas para ir a Jesús. Pero al ver el fuerte viento, tuvo miedo; y comenzando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame! Al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste? Y cuando ellos subieron en la barca, se calmó el viento. Entonces los que estaban en la barca vinieron y le adoraron, diciendo: Verdaderamente eres Hijo de Dios” (Mt 14:22-33).
Juan añade al relato: “Cuando habían remado como veinticinco o treinta estadios [un estadio es aprox. 185 metros], vieron a Jesús que andaba sobre el mar” (Jn 6:19). Algunos piensan que Jesús estaba cerca de la orilla del lago, pero no era así, estaba en el medio del lago, de unos ocho kilómetros de ancho. Veinticinco o treinta estadios son unos 5 km. de distancia. No fue un pequeño milagro. Al verlo, pensaban que era un “fantasma”, del griego, phantasma, y se trata de un espíritu demoníaco, que a veces se puede ver como transparente. Esto fue lo que vio la bruja de Endor en 1 Samuel 28:13-14.
Al saber que era Jesús, Pedro quiso ir a él, y mientras tenía la vista puesta en Cristo, pudo andar sobre las aguas. Pero cuando quitó la vista de Jesús, y vio las violentas olas, dudó, y comenzó a hundirse. La lección es que mientras fijamos nuestra vista en Dios, él nos ayudará, pero si quitamos la vista de él y la ponemos en las circunstancias que nos rodean, nuestra fe flaqueará. Santiago dice: “Pero pida con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del Señor” (Stg 1:6-7).
“Y terminada la travesía, vinieron a tierra de Genesaret [llanura al oeste de Capernaúm]. Cuando le conocieron los hombres de aquel lugar, enviaron noticia por toda aquella tierra alrededor, y trajeron al él todos los enfermos; y le rogaban que les dejase tocar solamente el borde de su manto; y todos los que lo tocaron, quedaron sanos” (Mt 14:34-36). Con la misma compasión de siempre, el Señor sanó a todos los que lo tocaron.
“Entonces se acercaron a Jesús ciertos escribas y fariseos de Jerusalén, diciendo: ¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los ancianos? Porque no se lavan las manos cuando comen pan. Respondiendo él, les dijo: ¿Por qué también vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición? Porque Dios mandó diciendo: Honra a tu padre y a tu madre; y: El que maldiga al padre o a la madre, muera irremisiblemente. Pero vosotros decís: Cualquiera que diga a su padre o a su madre: Es mi ofrenda a Dios todo aquello con que pudiera ayudarte, ya no ha de honrar a su padre o a su madre. Así habéis invalidado el mandamiento de Dios por vuestra tradición”(Mt 15:1-6).
Explica Robertson: “La tradición de los ancianos era la ley oral, transmitida por los ancianos o rabinos del pasado y posteriormente codificada en la Mishná [parte del Talmud]. El lavamiento de las manos antes de comer no es una ley del Antiguo Testamento. Sin embargo, los rabinos consideraban que esta ley oral era superior a las mismas Escrituras. Este lavamiento ritual era regido por minuciosas normas rabínicas”. Barclay describe el proceso y las razones: “Los fariseos tenían que estar ceremonialmente limpios para poder adorar a Dios. Si entraban en contacto con algo ceremonialmente inmundo, sólo los lavamientos rituales podían limpiarlos y permitir adorar a Dios. Si la mujer tenía una hemorragia, era inmunda y todo lo que tocaba quedaba igual—había que evitarla. Si daba a luz, quedaba inmunda por un tiempo. Un gentil era inmundo y así lo era todo lo que tocaba, hasta el polvo que pisaba. Todo esto se podía transferir por contacto al fariseo. Por eso los fariseos insistían en tener que lavar todo antes de comer. Había jarros de agua listos y se debían elevar los dedos y dejar el agua correr hasta las muñecas, pues el agua quedaba inmunda al tener contacto con las manos. Luego los dedos debían apuntar hacia abajo, y el agua correr por ellos; los puños se limpiaban uno al otro. Un judío estricto hacía esta ceremonia entre cada plato”.
Cristo desechó todas estas tradiciones que eran sagradas para los fariseos, pero contrarias a las Escrituras. Les mostró un ejemplo de cómo las leyes rabínicas contradecían las leyes de Dios. El Quinto Mandamiento establece el respeto a nuestros padres, y cuando son ancianos, tienen derecho de recibir nuestra ayuda. Pero como muchos de los fariseos eran avaros (Lc 16:14), para evitar ayudarlos con sus bienes, los declaraban “corbán” u ofrecido a Dios. De esa manera, podían usarlos toda su vida, y luego los donaban al templo, pero los padres no tenían acceso a ellos. Robertson menciona: “En ocasiones había hijos desnaturalizados que pagaban soborno a los legalistas rabínicos por tales artimañas”.
En todo este relato se usa la palabra koinos para describir lo ceremonialmente impuro. Sin embargo, para hablar de las carnes no aptas para comer, el término es otro, akarthatos, que significa sucio o impuro por naturaleza, no por ceremonia. Cristo explica que, “el comer con las manos sin lavar no contamina al hombre” (Mt 15:20). Todas estas leyes rabínicas no eran lícitas.
¿Qué sucedía con el polvo que podían tener las manos al comer y que entraba con la comida al vientre? Cristo dijo que no había que preocuparse pues, “todo lo que entra en la boca va al vientre, y es echado en la letrina [al ir al baño]” (Mt 15:17). En Marcos 7:19, añade “y sale a la letrina. Esto decía, haciendo limpios todos los alimentos” (Mr 7:19). En este pasaje, el Señor hizo todos los alimentos limpios, incluidos el cerdo y los mariscos. Al ir al texto en el griego, las palabras “Esto decía”. No aparecen en el texto. El griego dice: “Todo lo de fuera que entra en el hombre [como alimento], no le puede contaminar, porque no entra en su corazón, sino en el vientre, y sale a la letrina, purificando todos los alimentos”.
Levítico capítulo 11 enumera las restricciones alimenticias que Dios le dio a la nación de Israel. Las leyes sobre la alimentación incluían prohibiciones de comer cerdo, mariscos, casi todos los insectos, aves carroñeras y otros animales. Las reglas dietéticas nunca tuvieron la intención de ser aplicadas a nadie más que Israel. El propósito de las leyes alimentarias era hacer que los israelitas se distinguieran de todas las demás naciones. Después de terminar este propósito, el Señor Jesús declaró limpios todos los alimentos (Mr 7:19). Dios le dio una visión al apóstol Pedro en la cual Él le declaró lo concerniente a los antes declarados animales impuros, “Lo que Dios limpió, no lo llames tú común” (Hch 10:15). Cuando Jesús murió en la cruz, Él puso fin a la ley ceremonial del Antiguo Testamento (Ro 10:4; Gl 3:24-26; Ef 2:15). Esto incluye las leyes concernientes a los alimentos limpios e impuros.
Romanos 14:1-23 nos enseña que no todos son lo suficientemente maduros en su fe para aceptar el hecho de que todos los alimentos son limpios. Como resultado, si estamos con alguien que pudiera ofenderse por nuestra comida “impura”, deberíamos ceder nuestro derecho de hacerlo, para no ofender a esa otra persona. Tenemos el derecho de comer cualquier cosa que deseemos, pero no el de ofender a otras personas, aún si están equivocadas. Sin embargo, los cristianos de esta época, somos libres de comer cualquier cosa que deseemos en tanto no causemos que alguien tropiece en su fe.
En el Nuevo Pacto de gracia, la Biblia está más interesada en la cantidad que comemos que en lo que comemos. Los apetitos físicos son una analogía de nuestra habilidad de autocontrol. Si no somos capaces de controlar nuestros hábitos alimenticios, probablemente tampoco seamos capaces de controlar otros hábitos como aquellos de la mente (lujuria, avaricia, odio e ira injustificada) e incapaces de frenar nuestra boca del chisme o la disensión. No debemos permitir que nuestros apetitos nos controlen; antes bien, debemos ejercer el control sobre ellos (Dt 21:20; Pr 23:2; 2 P 1:5-7; 2 Ti 3:1-9; 2 Co 10:5).
Lo que el Señor les dijo a los fariseos es que, a pesar de lo escrupulosos que eran para comer, no eran así con sus pensamientos impuros—el odio hacia él, la codicia del dinero u otras cosas, etc. Eso era lo que constituía un pecado ante Dios, y no las manos sin lavar o algún tipo de comida en particular.
Sabiendo que había ofendido a los rabinos con esta declaración, “se fue a la región de Tiro y de Sidón” (Mt 15:21). Allí, una mujer gentil le ruega que sane a su hija endemoniada. Por su fe, su insistencia y humildad, Cristo sanó a su hija.
Luego, regresa a las orillas del lago de Galilea. Pasa por la región de Decápolis, un grupo de 10 ciudades alrededor del lago. Menciona el Diccionario Ilustrado de la Biblia: “Era una liga de diez ciudades que surgió después de la conquista de Alejandro Magno, cuando numerosos griegos invadieron a Israel y levantaron ciudades que más tarde constituyeron centros de cultura helénica, cultura que competía con la judía (lo cual explica la presencia de un hato de cerdos allí). Con la conquista romana, fueron declaradas ciudades libres, aunque sujetas al gobernador romano de Siria” (p. 158).
En esa zona, Jesús vuelve a sanar a muchas personas y también alimenta milagrosamente a 4.000 hombres, “sin contar las mujeres y niños”, o unos 1.000 en total. Fueron dos veces las que Jesús hizo este milagro.